jueves, 29 de mayo de 2008

La Serena con pistolas


La Serena con pistolas

Después de una intensa y larga cabalgata por la playa de La Serena, devolvimos los agotados caballos y caminamos hacia el faro.
Pedimos unas empanadas de pino en un kioskito cercano. Empezaba a oscurecerse rápidamente, y no habíamos terminado de comer cuando ya era de noche.
Nos sentamos en las escaleras, y me dediqué a observar aquella construcción, aquél símbolo de La Serena.

Cuántas historias había escuchado yo de ese faro.
Incluso nunca tuve completa claridad de si en realidad era un faro, o si se trataba de algún bar o restaurant abandonado y desgastado.
Nunca dejó de intrigarme. De chico mis hermanos me aseguraban que había fantasmas dentro, y cómo olvidar sus historias del monstruo de siete cabezas y diez cuernos que vivía en lo alto del faro (más tarde me daría cuenta que ese monstruo del que hablaban se encontraba en el Apocalipsis, y era un dragón)
Yo siempre lo creí.
Y debo reconocer que a mis 17 años, aún me intriga ese faro. Quizás porque nunca lo he visto por dentro, quizás por el aspecto tétrico que le da la noche.
Pero lo que más me intriga es por qué es tan famoso. Personalmente no le veo ninguna gracia, ni menos motivos de admiración.
Y sin embargo, ahí estábamos sentados, contemplándolo.
Yo estaba sumido en mis pensamientos, preguntándome quizás cuánto polvo habría adentro, o algo así, cuando Felipe me habló.


- Acuérdate en dos meses más, en el viaje de estudios, que vas a estar acá mismo con todo tu curso sacándote la típica foto del faro más fome que la cresta.

Me reí. En realidad, cuántas fotos habré visto de cursos en el faro.
Y eso si que no tenía ninguna gracia.



"A la derecha se puede apreciar la ciudad de Coquimbo, y la famosa cruz del tercer milenio. En estos momentos estamos llegando a la Serena, donde almorzaremos, y alojaremos. Vamos a proceder a hacer los grupos de cada pieza, para cuando lleguemos a las cabañas..."

La fuerte voz al micrófono de nuestro guía Ricardo se imponía en el bus, despertando a muchos.
Habíamos llegado a la primera etapa del viaje de estudios, el primer paso, la primera escala.

Mientras escuchaba que compartiría pieza con mi buen amigo Agustín Moller (no por casualidad, precisamente, como aclararé algún día) y con José Antonio Larrazabal (Chantonio, para los amigos), el bus se estacionaba frente a un restaurante. Aquél sería el primer almuerzo del viaje (en ese momento, a nadie le importaba esa estadística, pero ahora es melancólica).

Fin del almuerzo, todos a la Recova.
Bastante fome, la verdad. Había estado allí tantas veces.
(Igual no resistí la tentación de comprarme algunas curiosidades y recuerditos).
Me reí cuando a mis espaldas escuché una voz femenina que no logré identificar que preguntó si eso era la Zofri, y me reí más aún cuando otra voz le contestó que no sabía.

Caminando por los alrededores junto a Mario Benjamín, observamos unos gorritos de lana negros y blancos, al estilo duende, el cuál todavía poseo (algunos autores aseguran que es de Mario Benjamín, y otros argumentan que es de Guti, pero son afirmaciones infundadas).

Cinco minutos después, todo mi grupo de amigos nos habíamos comprado aquellos inolvidables gorros que impondrían su presencia en todas las fotos.

- ¡Ohh, que buena! ¿Dónde las compraron? – escuchamos atrás nuestro.

- En un puestecito más atrás - contestó Mario Benjamín - cuestan luca, están re-buenos (Por ese entonces, aún quedaba una gota de habla argentina en Mario Benjamín).

Pero la pregunta no iba para nosotros, sino para un grupo más atrás, los autodenominados pulentos y algunos otros.
Todos ellos tenían pistolas a balines, las cuáles no demoraron en imponer moda y al rato la guerra de los disparos decía presente incluso arriba del bus, lo cuál motivó al baterista, guitarrista y cantautor Hernán Melgarejo a entonar su ya famoso plagio-composición "No a los balines, queremos la paz" para Guitarra, charango y voces.

(Ésta melodía haría furor, y sus intérpretes lograríamos presentarnos en concierto, adelante, cerca del chofer, logrando pifias y aplausos).

La guerra de los balines se extendió hasta entrada la madrugada, por los jardines de las cabañas. Los pacíficos habíamos perdido la batalla de lograr el desarme, pero no por mucho tiempo.
La Serena ya no merecía ese nombre mientras estuviera el IIºA presente.
Esa noche se escuchó más de un balín pegando en los ventanales de las piezas, mientras un cansado Pancho Maturana clamaba por la paz y el cuidado grupal.



Pero qué se le iba a hacer. Era el viaje de estudios.
Y sin esas pistolas nos habríamos perdido una de las escenas más polémicas y divertidas del viaje: el balinazo del Toto a la vieja en Iquique (situación cómica, pero que puso a Pancho en el peor de sus humores jamás conocidos, llegando a confiscar las pistolas, y amenazando con devolvernos a Santiago).

Para terminar, les dejo el tema ya mencionado, que marcaría un récord en las canciones más cantadas, más tarareadas y más pegotes del viaje. Dice así:

Estrofa 1:

No a los balines, queremos la paz
No a los balines, queremos la paz
No a los balines, queremos la paz
No a los balines, queremos la paz


Coro:
: // No a los balines, queremos la paz
No a los balines, queremos la paz


Estrofa 2:

No a los balines, queremos la paz
No a los balines, queremos la paz
No a los balines, queremos la paz
No a los balines, queremos la paz


Coro:

: // No a los balines, queremos la paz
No a los balines, queremos la paz.

Cabe decir que no tiene fin. Los intérpretes jamás pudieron terminar de tocar al mismo tiempo.