sábado, 8 de agosto de 2009

Ni perros ni judíos

Llegó la Tere de Europa después de seis meses estudiando allá. Como buenos y unidos primos se organizó rápidamente una bienvenida sorpresa en el pub Gran Central, en Providencia. Llegamos puntualmente a las 10:30 de la noche mi hermana, la Pacita y yo. El guardia nos pidió los carnets de identidad para poder entrar y yo, orgulloso y feliz de poder demostrar mi mayoría de edad por primera vez, se lo pasé raudo (me gusta esa palabra). “Señor Nicolás – me dijo – este lugar es para mayores de veintiún años”. (Siempre recordaré lo penoso que fue la primera utilización de mis dieciocho años, dejé de sentirme poderoso con mi carnet). Me imaginé sentado al lado de la puerta, solo y congelado de frío, esperando que algún primo terminara de pasarlo bien y se dignara a salir y llevarme de vuelta a mi casa. Pero mi querida prima Paz (con sus legales veintidós años) recurrió a su encanto natural y su habilidad para persuadir a los hombres y le rogó que me dejaran pasar a mí también. El guardia accedió después de dos minutos que se me hicieron eternos y al fin entramos.
Cuando llegó la Fran se sentó al lado mío echando puteadas de que le habían pedido carnet (¡qué se creen, tan chica no me veo!). Le expliqué que la razón era porque el pub era para mayores de veintiuno y no para mayores de dieciocho, y que ella con sus veintiseis parecía de veinte. Se calmó y se echó a reír (de risa o de rabia, no lo sé): - ¡Pero si ya ni hay locales para mayores de veintiuno! ¡No pueden prohibir la entrada a un mayor de edad! – me dijo. Le contesté que no sabía. Según yo, un local privado podía hacer lo que quería, aunque no le dije, porque no estaba seguro. Por meter tema le conté que antes de llegar había visto un jardín infantil - sala cuna que se llamaba La Solución y que me había reído todo el camino. Era un nombre divertido y original, pero deprimente a la vez y con un mensaje claro: los niños son cachitos para los papás que trabajan y no saben con quién dejarlos. “Quizás “La Solución” es en el sentido de solucionar la inquietud de los niños por entender mejor el mundo” – me dijo Cristóbal, mi seguido primo de diecinueve años. No lo había visto hasta ese momento y mi primera reacción fue preguntarle cómo lo habían dejado entrar, pero preferí rebatirle lo que me había dicho. Simplemente, su defensa del jardín infantil nos pareció rebuscada a todos.
La Fran le preguntó a Cristóbal lo que yo estaba pensando: ¿Cómo entraste, si esta hueá es pa’ mayores de veintiuno? Dijo que había hecho lo mismo que yo, dar pena y poner cara de voy a estar en una reunión familiar inocente. “Una vez fui a una disco en Buenos Aires donde seleccionaban a la gente que podía entrar” – contó la Fran. – “Era una fila larga y le iban diciendo a cada uno tú sí, tú no, tú sí, tu no. Si eran muy feos no pasaban. Yo me fui porque me impacté, y tampoco me iba a rebajar a hacer esa fila”.
Si no fuera porque me lo juró, no lo habría creído. Me acordé de esa escena en La Vida es Bella en que Guido le explica a Josué por qué en algunas tiendas no dejan entrar ni a perros ni a judíos y que si él quería podían hacer lo mismo con su negocio, prohibiendo la entrada a las arañas.
Mi primera impresión fue que se trataba sin ninguna duda de una talla estilo montero bastante digna de la Fran. Pero era cierto y yo aún no quiero aceptarlo.