lunes, 21 de diciembre de 2009

Últimas palabras

Escribir bajo presión no resulta demasiado agradable, ya sea porque la fecha límite para mandar un cuento a un concurso está llegando a su fin, o porque hay que terminar de redactar un informe para mañana sin falta. Pero escribir a punta de pistola es otra cosa. Ahora mismo estoy a segundos de dejar este mundo porque en cualquier momento mi secuestrador me disparará. - ¿Cuál es tu último deseo? - me preguntó hace unos diez minutos, y yo le respondí que era un computador para redactar algo antes de morirme. Obviamente accedió, pueden comprobarlo al leer esto, y yo estoy aquí narrando lo inenarrable, algo sin pies ni cabezas, porque no dispongo del tiempo necesario para elaborar algo con sentido. Me dió dos minutos para cumplir mi deseo. Había pensado pedirle un cigarro, pero se cumpliría lo que nunca he creído: que el cigarro mata. Por ende si me lo fumaba me moriría acto seguido al terminármelo y aceptaría dicha hipótesis. Eso jamás. De cualquier forma, pese a mi desesperante tranquilidad, no puedo dejar de mirar hacia el lado, presionado por su arma homicida que me hará desaparecer físicamente en breves momentos. Y claro, tiene razón al querer deshacerse de mi porque si me deja libre se condena: sé su nombre y he visto su cara. Su única esperanza es el asesinato, y lo entiendo, no puedo decirle que me deje ir y jurarle que nunca lo denunciaré, por una parte porque sería un juramento falso (yo jamás he faltado a un juramento) y por otra porque aunque fuera cierto jamás me creería (a un viejo malhumorado y con cara de pocos amigos, al estilo Clint Eastwood) y haría bien en no creerme. Parecería una buena idea, pero no sirve de nada que deje en este legado escrito información referente a él, sería una pérdida del valioso tiempo que dispongo porque va a leer esto justo después de matarme, y si ve algo comprometedor con su identidad lo borrará de inmediato. Como sea, le tengo lástima, no sacó ni un peso con mi secuestro porque jamás lo dejé contactarse con mis cercanos a pesar de sus amenazas (nunca le he temido a la muerte bajo ninguna circunstancia). Con esto he comprobado que no soy capaz de escribir nada serio ni profundo, ni siquiera a segundos de morir. Siempre escribiendo estupideces, lo primero que se me viene a la cabeza. Podría estar despidiéndome de todos mis seres queridos de manera emotiva y hasta heroica, decirles que en estos siete meses sólo he pensando en ellos y que siempre estuve bien, metido en una habitación de cinco por cinco, pero bien. Decirles que no lloren por mí, que fuí lo bastante feliz en mi existencia como para que derramen una lágrima por este viejo que ya no tiene nada más que perder ni menos que ganar. Podría expresar todo eso, pero no. Siempre la maldita manía de escribir a la ligera propia de este anciano que en toda la vida jamás pudo elaborar un escrito serio. Qué más da, acaba de mover su pistola, le sacó el seguro, se me acabó el tiempo, y todo se paga... va a dispararme, puso el dedo en el gatillo. Espero alcanz

martes, 15 de diciembre de 2009

¡Esa es la mía!

Deben haber habido unas quince o veinte, todas realmente insinuantes. Entre las que más me atraían estaba la morena (bastante bronceada), y la pálida por ser la más grande de todas (aunque de apariencia fría como el hielo, pero de esas que uno se da cuenta que con el tiempo se ablandan y se transforman en las preferidas por todos). Me costó decidir cuál prefería más, pero al fin opté por mi blanquita (me llevaría más tiempo, pero me pareció que era la adecuada). Me paré a su lado sin dejar de observarla, mientras algunos individuos la miraban con cara de querer apropiarse de ella. Dije en voz alta que me pertenecía, que nadie se atreviera a ponerle un dedo encima porque era mía, yo la había escogido de entre todas y ya llevaba mucho rato esperando que su corazón se ablandara como para que otro osara entrometerse entre nosotros. Las otras parecían listas, dispuestas a entregarse al primero que intentase acapararla, radiantes con sus quemados en tono fascinante. Yo la esperaba ansioso, mientras sus amigas iban desapareciendo, cada cual entregada a las bocas de sus respectivos hombres. Después de mucho rato mi blanquita decidió entregárseme, ya estaba lista... aunque de blanquita ya no le quedaba nada. Estaba como las otras, en tono café y causaba sensación ya que era la última de todas, la única que no tenía pareja y, por lo demás, la más deseable. Mientras tres o cuatro tipos se arrimaban hacia ella intentando robármela, sigilosa pero rápidamente la tomé y me la llevé a un lugar seguro, lejos de los ladrones y oportunistas. Por fin la tenía, era mía. Justo cuando la estaba admirando y ya sentía ganas de tirármele encima, se acercó un sujeto a interrumpir mi momento de gloria. Me preguntó dónde había conseguido una como ella. Le dije que no quedaban, se las habían llevado a todas. Al verlo irse decepcionado, me di cuenta que ella le pertenecía porque la deseaba más, al parecer yo no tenía tantas ganas de poseerla como el tipo que me estaba interrogando. Decidí cedérsela, a pesar de todo lo que tuve que esperar para tenerla. Lo llamé y le dije que era suya, que podía quedársela, que yo ya no la quería. Se puso feliz, me dio las gracias y se fué contento a entablar conversación a otro lado. Total, no me costaba nada ir y poner a descongelar otra salchicha a la parrilla.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Se hace más corto el camino aquél

Era muy entrada la madrugada y caminaba solo soportando el inusual frío de una noche de verano, tratando de vencer el miedo que le provocaba la soledad y el silencio en esas calles aparentemente desiertas. Prendió un cigarro para entrar en calor y calmar los nervios, tarareó una canción que ya tenía pegada desde hace varios días, aunque no recordaba de dónde la había escuchado. Se agachó a dominar los rebeldes cordones que se le desabrochaban todo el tiempo y apuró el paso. Pensó en acortar el trayecto doblando por un oscuro atajo, pero prefirió el camino largo, más iluminado y seguro. Y fue por el camino largo que de repente apareció ella, con su andar alegre y despreocupado, que se le acercó y sin decirle ni una palabra, comenzó a caminar junto a él. No le importó su presencia, más bien era una grata compañía. A ratos ella se detenía para examinar las cosas que andaban tiradas por ahí o para quedarse mirando a los pocos autos que pasaban, mientras él seguía caminando imperturbable. Por escaso tiempo se abandonaban, pero ella siempre corría a alcanzarlo cuando veía que no se detenía a esperarla. Pensaba que era una locura su afán de estar con él, ya que no tenía nada que ofrecerle, nada que decirle, nada para recompensarle su compañía. Pero a ella no parecía importarle; simplemente lo seguía porque ella no tenía rumbo, y él parecía saber a dónde ir. Se dijo que la invitaría a pasar a su casa para que comiera o bebiera algo, no podía ser tan ingrato después de caminar juntos tanto tiempo. Sin embargo, aún no se decían nada, ni un saludo, ni una palabra, sólo tenían sus presencias que a ambos les hacía sentir mejor. Quedaba poco para llegar a su destino. Se dio vuelta, y observando su pelo café, sus ojos negros y su andar saltarín, le dijo que ya no faltaba mucho y que podía pasar con él a beber algo, porque la sed se imponía después de tan larga caminata. No le respondió, (él tampoco esperaba que lo hiciera), pero sabía que querría, ya que seguía a su lado caminando leal e incansablemente. Metió la llave y abrió la reja de su casa invitándola a que pasara. Pero ella ya no estaba junto a él. La buscó por los alrededores, hasta que por fin la vio: corría hacia un hombre sentado en el recinto de una bencinera y que la llamaba silbándole. Se había ido y no mostraba interés en regresar, se había ido de su lado para siempre, después de haber combatido juntos el frío, la sed y el cansancio. Tardó en darse cuenta de que ya no la vería más, pensó en el agua que ya no podría ofrecerle y en el pan que ya no tendría necesidad de ir a buscar. Aquella perrita café, de ojos oscuros y de andar despreocupado no volvería a acompañarlo nunca más en la soledad de sus caminos.